A las afuera de la ciudad, se halla un burdel decadente. Es una casa vieja con la fachada descarapelada y los vidrios empañados. Adentro, las paredes huelen a humedad y en los cuartos se encuentran camas con colchones vencidos, cubiertos por sábanas sucias. En el salón se exhiben mujeres aburridas, hastiadas, incapaces ya de fingir un orgasmo.
Adela, una más entre ellas, no tiene otro lugar a donde ir. Cuando joven, era la más buscada por los hombres. Solía trabajar en varias agencias como escort para atender una fina clientela que buscaba acompañantes para asistir a eventos especiales como cenas o fiestas. Los servicios sexuales se pagaban aparte. Era la favorita de sus jefes, destacaba y todavía el futuro parecía distante. Esos años se esfumaron como la última nota de una canción olvidada.
Sobre su piel están presentes, las marcas imborrables de una mísera vida: violaciones, abusos, golpes y un tatuaje por cada aborto.
Su belleza quedó atrás, consumida por las drogas y el alcohol que también, con el tiempo, robaron su voluntad y sus sueños. Cuando se mira desnuda frente al espejo, no se puede reconocer. No recuerda el momento en el que se convirtió en una puta vieja y su cuerpo, antes tan deseado, en algo marchito.
Una noche calurosa, sentada sobre el alféizar de la ventana, Adela se siente agotada de lidiar con borrachos. Observa el cielo oscuro que cambia sin advertencia. Con extrañeza, ve cómo el crepúsculo se cubre con un inusual manto escarlata. Una lluvia repentina cae con fuerza, pero no es una lluvia cualquier, es roja y tiñe el mundo con su tonalidad única. Cada gota lleva consigo un resplandor carmesí que golpea con intensidad.
La lluvia la llama, repite su nombre. Adela. Sin poder resistir, la mujer sale de la casa con los brazos en alto y el rostro hacia el cielo.
La tormenta la envuelve y su cuerpo se cubre con un brillo granate, como si el temporal la impregnara con su esencia de fuego. Adela se tiñe de rojo y lo disfruta. Sin embargo, el gozo dura poco. Comienza a sentir un dolor sin precedentes. La lluvia traspasa su piel como si estuviera formada por miles de agujas, llegando a lo más profundo de su alma, al tiempo que devasta carne y huesos. La agonía la vence y termina por desplomarse en el suelo. Una expresión de angustia desfigura su rostro y un grito queda ahogado en su garganta.
Una fuerza desconocida, oculta en la lluvia, la penetra y, una vez dentro de ella, comienza a quemar sus impurezas; desgarra de raíz sus pecados, así como las malas decisiones que la llevaron a este punto muerto de su vida. La lluvia roja logra cerrar las heridas abiertas y borrar las cicatrices ocultas. Se convierte en una fuente purificadora que va más allá de lo material… limpia su espíritu.
Adela se disuelve bajo la lluvia. Cada gota que la atraviesa, como un fuego que nunca se apaga, la aniquila.
Entonces, la lluvia cesa. Sobre el pavimento mojado, sólo quedan apiladas cenizas grisáceas. De entre ellas, como el ave Fénix, emerge una nueva criatura que se ha perdonado a sí misma. Adela nace de nuevo.