Me sentí obligada a asistir. Parada bajo el chubasco, a mí alrededor había un collage de paraguas que no me permitía ver las caras de los familiares y amigos del difunto. Me imaginé que algunos lloraban mientras otros se consolaban rezando. Cuando el sacerdote terminó la oración, los cuatro sepultureros bajaron el féretro. El aguacero arreció y me encontré sola. La lluvia no me molestaba.
Recordé cuando lo conocí. Curioso, también llovía ese día.
Llegó puntual. Al abrir la puerta me encontré con el General, militar retirado, alto, musculoso, en sus cincuentas, entrado en canas y meticulosamente peinado. Mostraba un rostro duro y mirada inteligente. Con expresión seria y voz grave, reflejaba firmeza de carácter. Una persona que nunca perdía el control.
El General deseaba escribir la historia de su familia en la que, la mayoría de los hombres, desde la época de la Independencia, habían sido militares. Solicitó mis servicios para profundizar en su árbol genealógico.
Lo pasé a mi estudio y me entregó varios sobres con actas de nacimientos, fotografías y recortes periodísticos. Le hice algunas preguntas y las contestó abiertamente. De pronto, dejó de responderme. Miraba fijamente el único cuadro que tenía colgado, una obra de mi amiga Aleksandra. Ella había plasmado en el lienzo, con ayuda de colores profundos, un ambiente lleno de energía vigorizante. Resaltaban unas ramas que se estiraban con el intento de alcanzar “algo”.
En el fondo, rayos luminosos provenientes de un sol invisible, pero a la vez omnipresente, creaba sombras que ocultaban parte de una construcción fría e inhóspita. A todas luces, era una obra excepcional que atraía las miradas y demandaba atención.
No me extrañó que el General quedara tan impresionado. Se acercó a la pintura. La miró desde diferentes ángulos. Después de un rato, exclamó:
—¡Quiero ese cuadro! ¿Cuánto? Dígame su precio.
Le expliqué que el cuadro había sido un regalo y que no estaba a la venta. Dejamos a un lado el asunto de su árbol genealógico y dedicamos el resto de la tarde en hablar sobre Aleksandra. Le dije que era polaca y que había inmigrado al país hacia diez años. Quiso saber más y le conté que vivía sola en una casa en el campo; que aunque sufría de una timidez aguda tenía un carácter sólido. Le hablé de su búsqueda espiritual; que poseía un alma vieja; que hablaba con suavidad. Me escuchó en silencio, sin perder una palabra.
—Aleksandra exhibe sus pinturas en el jardín de arte El Bazar —le informé—. Si quiere conocerla y comprar uno de sus cuadros, podemos ir este fin de semana.
Así, un soleado sábado, entre óleos, artesanías y turistas, los tres nos encontramos. Los presenté y cuando se dieron la mano, por primera vez desde que lo conocí, el General sonrío, lo que hizo un juego perfecto con el brillo que apareció en su mirada. Aleksandra se sonrojó. Él se perdió dentro de sus ojos azules mientras que ella no pudo escapar de su vitalidad. Comenzaron a hablar y, de inmediato, me di cuenta que yo estaba de más. Tan ensimismados estaban el uno con el otro, que no se percataron cuando me fui.
Aunque los tres salimos un par de veces, dejé que la pareja disfrutase de su intimidad. A las pocas semanas me contaron que el General cerró el negocio y abandonó a su familia. Se había ido a vivir al campo con Aleksandra y rara vez venían a la ciudad.
Yo, como de costumbre, visitaba de vez en cuando El Bazar y aunque Aleksandra dejó de ir, un muchacho traía sus cuadros a vender. A través de su arte, pude darme cuenta de lo que sentía. Era dichosa, como nunca antes lo había sido. Sus lienzos, llenos de colores brillantes, emitían una energía tangible, festiva. Aleksandra abandonó su capullo solitario y la felicidad que sentía se plasmó en sus pinturas.
Había pasado más de un año desde la última vez que los vi. Cierto domingo que fui al jardín de arte para comprar un regalo, al pasar junto al puesto de mi amiga, noté que dentro de los cuadros de Aleksandra comenzaron a proyectarse oscuras sombras que estrangulaban la luz. Figuras siniestras, llenas de desaliento, emergían del fondo. El gris sustituyó al blanco, el amarillo ya no brillaba y el azul hielo dejaba su huella por todas partes. Imaginé que el fuego pasional estaba a punto de morir y que la pareja no tardaría en separarse. Inconsciente, sentí una satisfacción egoísta. Me alegré. Ya era hora de recuperar a mi amiga. La extrañaba.
Cuando dejó de mandar sus cuadros, me imaginé que ella y el General se habían separado. Estaba segura de que Aleksandra no tardaría en llamarme para ponerme al tanto.
Una madrugada el timbre del teléfono me despertó. Enojada contesté con brusquedad. Era Aleksandra. Necesitaba hablar conmigo, urgente. Quedamos de vernos en un pequeño café cerca de mi casa.
Llegué antes que ella y me tomé un capuchino mientras la esperaba. Cuando la vi entrar, me sorprendí. Las gafas oscuras acentuaban su marcada palidez. Mostraba un rostro demacrado. A pesar del grueso abrigo que llevaba puesto, se notaba que estaba delgada. Se sentó en la silla frente a mí y cuando se quitó los lentes, su bella mirada azul había desaparecido. En su lugar estaban unos ojos hinchados, enrojecidos por el llanto.
Pedimos dos expresos que tomamos en silencio. Después de un rato, suspiró y me dio las gracias.
—¿De qué? —pregunté.
—Por haberme presentado al General. Nunca te lo agradecí.
Tomó un sorbo de su café y siguió hablando:
—Ya sabes lo que decía Aristóteles, “El amor está compuesto por un alma que habita dos cuerpos”. Siempre sentí que tenía razón y que el destino era el encargado de reunir a los amantes. En mi caso y con tú ayuda, él llegó a mí.
Confundida, no supe qué decir. Creía que el romance había tenido un final escabroso y que me buscaba para que la consolara. Estaba equivocada.
Me explicó que el tiempo que pasó con el General habían sido los meses más gloriosos de su vida. Que se habían complementado de tal forma, que llegó un momento que, con solo mirarse, sabían lo que el otro pensaba.
—Jamás imaginé que hacer el amor con alguien me pudiera transformar de tal manera. Algo que dormitaba muy dentro de mí despertó unas ansias enloquecidas de experimentarlo todo. Por primera vez me sentí viva y con el poder de saborear las sensaciones que él me ofrecía. Pasábamos los días riendo, hablando o rodeados de un delicioso silencio. Pude pintar como nunca lo había hecho —con una sonrisa amarga continúo su relato—. ¿Sabes? Comencé a escribir. Poesía. Creo que te va a gustar—. Aleksandra con la vista perdida, se quedó callada por un momento—. Lo más importante es que junto a él, dejé de tener miedo.
Me dijo que el General también cambió. Se convirtió en un hombre relajado. Dejó de ser un controlador y comenzó a disfrutar el momento.
—Le enseñé a abrazar los árboles —me contó con una media sonrisa—. Regalé todas sus corbatas y ambos andábamos descalzos por el campo.
Siguió diciendo que nunca pensó encontrarse en esa situación. Que le daba gracias a los ángeles… a Dios, por la buena estrella.
—Un día, el General me explicó cuáles eran las probabilidades de encontrar a la pareja perfecta —dijo tratando de recordar sus palabras—. Según él, la posibilidad era uno entre diez mil y que a través de las épocas, menos del uno por ciento de los seres humanos habían conocido el verdadero amor. Continuamente repetía que nosotros tuvimos una inusitada suerte.
Sin saber qué camino tomarían sus palabras, la escuché en silencio:
—Hace cuatro meses fue a hacerse unos análisis. Tú sabes, tenía algunas molestias, según él, nada importante —guardó silencio por algunos segundos—. Los resultados fueron contundentes. Sin ninguna esperanza —musitó mi amiga con una lentitud angustiante—. La semana pasada, se quedó sin fuerzas. El dolor se convirtió en algo intolerable. Ya no se pudo levantar de la cama. Dejó de comer. Le costaba trabajo respirar. Me pidió, no… me ordenó que lo dejara.
No podía imaginar por lo que pasaba Aleksandra, esa mujer apacible, sensitiva, tan delicada. Ella tomó una bocanada de aire y con el rostro sereno dijo:
—Hace unas horas le disparé. Con su pistola —suspiró y cerró los ojos—. Ya no sufre.
Abrió su abrigo y pude ver su ensangrentada blusa blanca. La miré con los ojos desorbitados.
— ¡Aleksandra!
—No te preocupes. Él está en paz.
—Ppero, ¿y tú? —pregunté angustiada, sin saber qué pensar.
—No sé —dijo con un tono de voz inseguro—. Lo único que siento dentro de mí es frío, mucho frío —. Me apretó las manos. No lloraba pero su rostro mostraba una profunda desolación —. Solo quería despedirme de ti.
Traté de articular unas palabras. Ofuscada, mis ojos se llenaron de lágrimas. Quise abrazarla, consolarla, pero solo me quedé sentada en silencio.
Se levantó y salió del café. Cuando reaccioné y corrí detrás de ella, gritando su nombre, ya se había perdido entre la multitud.
Cuando iba abandonar el panteón, alcé la mirada y vi una figura ensombrecida, desvanecerse a la distancia. Estaba segura que era ella, Aleksandra. No traté de alcanzarla. Di media vuelta y me fui pensando que al final del día, todas las tumbas quedan solas. Los muertos no necesitan compañía.